Entre las ingenuas ilustraciones de aquel viejo libro de Física estaba aquella de cuatro briosos caballos que trataban de separar dos bóvedas en las que se había hecho previamente el vacío. Si hubieran inyectado un poco de aire en tales hemisferios, el muchacho más flojo habría podido abrirlos. En el mismo manual se aseguraba que cualquiera de nosotros, con un punto de apoyo conveniente y una palanca idónea, podría mover el mundo con un dedo. Eran prodigiosos que nos hechizaban. Como aquella otra historia en la que un niño porfiaba sin alarde que podría meter todo el mar con una concha en un pequeño hoyo de la playa.
Supone el autor que su mundo es de elemental mecánica, sin sobresaltos vistosos ni artísticos, y confiesa no haber sido testigo aún de ningún asesinato que pudiese sutilizarle. Posee una gabardina, pero no es del todo vieja, los aeropuertos y las mujeres jóvenes le desazonan, lee los periódicos y la mayor parte de las novelas del día con impaciencia, y sus itinerarios sentimentales son de corto recorrido, como ha contado ya demasiadas veces: su vida solitaria y familiar, los paseos por media docena de barrios madrileños, siempre los mismos, las temporadas en el campo extremeño, las almonedas, los rastros, algunos libros nuevo y pocos pero escogidos amigos viejos... Y sin embargo, cree él que tales pequeñas cosas puede hacerlas invulnerables al desgaste del tiempo y del presente si de ellas extrae el aire disgregador, la tempestad de los accidentes y prejuicios, las galernas de los malos humores.